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Temas y formas

Juan Gómez Bárcena, Beca Leonardo 2014 en Creación Literaria. ©Fundación BBVA

JUAN GÓMEZ BÁRCENA

Juan Gómez Bárcena, escritor y Becario Leonardo en Creación Literaria y Artes Escénicas de la edición 2014, expresa su visión sobre la literatura actual, tan admirable o mediocre como la de cualquier otra época, según considera.

20 septiembre, 2024

Perfil

Juan Gómez Bárcena

Desde que comencé a publicar hace doce años, e incluso desde que comencé a leer hace treinta, vengo escuchando que vivimos en un tiempo de decadencia literaria. No hay libros como los de antes, escucho decir a lectores y alumnos, y me sonrío pensando que ni siquiera éste es un pensamiento nuevo: cada época tiende a considerar que vive una época de crisis. En parte no les falta razón. Cada tiempo supone en efecto el fin de una manera de pensar y escribir. Los escritores de hoy no alumbrarán más libros como ‘Moby Dick’ o ‘El Quijote’, obras maestras que pertenecen a un tiempo muerto y enterrado: heredamos la responsabilidad, mayor si cabe, de escribir los clásicos del futuro. Por eso, cuando escucho a alguien lamentarse de la falta de calidad de la literatura actual, tiendo a pensar que la persona en cuestión no está familiarizada con dicha literatura -tan admirable o mediocre como cualquier otra-, o bien que ha construido un criterio artístico fosilizado y pacato, dispuesto a valorar sólo aquellos textos que ya han sido bendecidos por el canon. Puede que crean admirar genuinamente ‘Guerra y paz’ o ‘La Metamorfosis’, pero no me cabe duda de que si hubieran vivido en los tiempos de Tolstói o Kafka, se habrían contado entre sus detractores. Habrían dedicado sus energías a llorar la degradación de la literatura contemporánea, reservando sus elogios al Romanticismo, a Shakespeare o al mismísimo Homero.

La literatura española contemporánea no atraviesa a mi juicio un momento extraordinario, ni en el mejor ni en el peor sentido de la palabra: se siguen escribiendo obras maestras, libros buenos, libros mediocres y libros pésimos. En ocasiones, seremos capaces de identificar las obras que estudiarán nuestros nietos; en otras muchas, nos equivocaremos. No existe por lo tanto ninguna crisis de la novela contemporánea. En cambio, estoy íntimamente convencido de que sí vivimos un tiempo de crisis de nuestra capacidad lectora, y que tal vez esa crisis esté contribuyendo a oscurecer las virtudes de las novelas del presente.

La semilla de esta crisis se halla, me parece, en una enfermedad que desde hace algún tiempo nos infecta: el virus de la literalidad. Cada vez existen más lectores que buscan en los libros meras proclamas ideológicas, lo bastante claras y faltas de matices para que no exista ambigüedad posible, tendiendo a descartar como un mero ornamento el estilo o la estructura de los textos. Esta ilusoria división entre forma y contenido se nos siembra ya en la Primaria, cuando los profesores de Lengua nos hablan de la forma y el contenido como dos realidades separadas y tal vez incluso contradictorias. Como si fuera posible un contenido que no estuviera vehiculado por una forma dada o un texto que fuera pura forma. He llegado incluso a escuchar -espero no estar incurriendo en la falacia del hombre de paja; esto no lo he escuchado en el metro, sino en boca de autores cuya obra respeto- que la “buena escritura” es un vicio burgués: que la auténtica literatura prescinde de juegos formales y llama a las cosas por su nombre. Que las cosas tengan un verdadero nombre ya me resulta problemático como enunciado, pero considerar que prestar atención al modo en que narramos es una medida de adocenamiento directamente me alarma. Sobre todo porque el mensaje es, ante todo, el modo en que lo transmitimos. Si no fuera así, cualquier panfleto sería una muestra de la más elevada literatura.

La lectura literal encierra numerosos peligros. En primer lugar, el peligro de simplificar el acto de escritura hasta reducirlo a su esqueleto más ridículo, como hacen ciertos periodistas cuando preguntan a sus entrevistados “¿qué es lo que quería usted decir en su libro?”. Si esa pregunta pudiera ser contestada, significaría que el libro es prescindible. Existe también el peligro de homologar obras de calidades desparejas sólo en virtud de sus temas o intenciones ideológicas. Lo que critico no es tanto que ciertos lectores estén dispuestos sólo a leer libros que suscriban su visión del mundo -la lectura tiene que ver con el placer, y no podemos exigir a nadie que lea aquellos libros que no disfruta- como el hecho de que dicha visión del mundo se convierta en un valor estético en sí: que las obras sean elogiadas o defenestradas sólo en razón a los temas que ponen sobre la mesa o al partido que toman en determinadas disyuntivas. Admito que hay novelas que a mí mismo me incomoda leer por razones ideológicas no me atrevería sin embargo a señalarlas como malas novelas, sino sólo como novelas que no sintonizan con mi manera de pensar. Al mismo tiempo, reconozco que existen libros bienintencionados y tal vez incluso almas gemelas de mi visión del mundo que no son, pese a todo, buenos libros. Por supuesto, podemos discutir esa etiqueta: en qué consiste escribir un buen o un mal libro. Pero esa discusión debe basarse en criterios de excelencia literaria, que no puede venir determinada sólo por nuestra cercanía ideológica.

Esto no significa que la crítica o que los lectores sean incapaces de reconocer la buena literatura. Si nos limitamos a obras publicadas por jóvenes narradores españoles, títulos como ‘Panza de burro’ de Andrea Abreu, ‘Lectura fácil’ de Cristina Morales o ‘La mala costumbre’ de Alana S. Portero han cosechado un gran éxito comercial y crítico: todas son novelas a mi juicio excepcionales, que sin embargo no siempre han sido reconocidas por sus virtudes, sino por razones que sólo apelan a su contenido. Se ha insistido por ejemplo en la capacidad de Andrea Abreu para destacar la periferia y dignificar variantes no normativas de la lengua castellana. Pero no tantos lectores han reconocido que esta dignificación ha sido sólo posible gracias a su maestría poética. Sin su extraordinario oído y sin la musicalidad de su prosa -es decir, sin la ayuda de ciertos elementos puramente formales-, sus buenas intenciones se habrían quedado sólo en eso: en intenciones. ‘Lectura fácil’ ha sido elogiada por su ironía y por su inteligencia para cuestionar las bases del sistema, pero son muchos los fanzines que disparan en esa misma dirección. Lo que lo convierte en imprescindible es el carácter torrencial de su prosa, que nos arrastra en direcciones ideológicas incómodas. En cuanto a ‘La mala costumbre’, está claro su valor para narrarnos la experiencia de la transexualidad. Pero insistiendo únicamente en eso, perdemos de vista un hecho relevante: que al margen de su tema, Alana S. Portero ha construido una novela inteligente, emotiva y compleja, digna por sus propios méritos de figurar entre los mejores libros del año.

Al mismo tiempo, existen libros extraordinarios que han pasado desapercibidos, porque son difícilmente vinculables con la actualidad o demasiado complejos para ser resumidos en un puñado de tuits. Entre estos títulos, reivindicaría la monumental ‘Un tal cangrejo’ de Guillermo Aguirre, un retrato brutal y poético del heteropatriarcado, que si no ha sido ligado con el feminismo es porque tiene protagonistas masculinos muy poco virtuosos: pero leído desde una perspectiva más amplia, es uno de los mejores análisis de la masculinidad a los que me he enfrentado. Otro buen ejemplo es ‘La gran ola’ de Albert Pijuan, una novela que además de afrontar desafíos formales de envergadura -cada capítulo consta de una sola frase, para ponernos en la perspectiva de sus protagonistas, drogados y acelerados por el hipercapitalismo- es un examen profundo de las desigualdades sociales, aunque esté protagonizado por millonarios. El lector haría bien en prestar atención a estos libros y a otras joyas como ‘Los Miralles’ de Kike Cherta o ‘La ternura’ de Paula Ducay, cuyo talento desborda cualquier intento de simplificación.

Por supuesto, la lista no termina aquí, pero estas líneas no aspiran a ser una lista. Sólo una reivindicación de la buena salud de nuestra literatura, y una invitación para que los lectores estemos a la altura de su complejidad.