FIRMA INVITADA

La belleza de los procesos industriales es también parte de nuestro patrimonio cultural

En esta firma invitada, Aitor Ortiz, fotógrafo y artista interdisciplinar, reflexiona sobre la dimensión cultural y simbólica de los objetos aparentemente banales que nos rodean y, más en particular, de los que están ligados a los procesos industriales. En su obra, Ortiz trabaja con el espacio, la arquitectura y el objeto como elementos de partida para plantear una serie de incógnitas visuales y cognitivas, con especial hincapié en el legado material del área industrial de Bilbao, tras el cierre de numerosas fábricas que definieron el paisaje urbano de la zona. En 2017 recibió una Beca Leonardo en Artes Plásticas y Arte Digital para desarrollar su proyecto LINK.

24 abril, 2025

Perfil

Aitor Ortiz Viola

Fotogalería

Obras de Aitor Ortiz

El elocuente y polifacético escritor John Berger decía: “La vista establece nuestro lugar en el mundo circundante; explicamos ese mundo con palabras, pero estas nunca pueden anular el hecho de que estamos rodeados por él. Nunca se ha establecido la relación entre lo que vemos y lo que sabemos. […] Nunca miramos solo una cosa; siempre miramos la relación entre las cosas y nosotros mismos”.

En mi trabajo, la memoria de los elementos, arquitecturas y objetos que fotografío se entrelaza profundamente con el legado del tejido industrial vasco. Este contexto, presente durante mis años de formación, como persona al igual que como fotógrafo, no solo ha despertado en mí una fascinación por capturar los espacios y procesos que emergen de la actividad industrial, sino que también ha conformado de manera inconsciente mi particular sentido estético. También ha posibilitado, gracias a dicho entramado, la producción de mis obras mediante la utilización de numerosas técnicas.

Las actividades industriales (llevadas a cabo por empresas), por lo general, no han sido excesivamente sensibles a la hora de transmitir los valores intrínsecos de sus disciplinas y han trasladado a la sociedad aspectos más vinculados a sus desarrollos tecnológicos concretos, los conflictos sociales internos o matices de índole económica, descuidando los aspectos ligados a la sensibilidad de los procesos y de las personas que los llevan a cabo, y por lo tanto, del conocimiento y la experiencia.

Fijémonos en las dos acepciones de la palabra experiencia.

La primera de ellas indica el hecho de haber sentido, conocido o presenciado alguien o algo, y es sinónimo de vivencia. La segunda es la práctica prolongada, que proporciona conocimiento o habilidad para hacer algo, y está más vinculada a la práctica, la maestría o la veteranía.

Desgraciadamente el carácter empírico de la existencia entra en conflicto con la velocidad y virtualidad a la que estamos permanentemente sometidos. Esta disfunción está provocando que procesos en fase embrionaria, intuiciones y proyectos no sobrepasen su teorización y lleguen a materializarse con el rigor necesario; olvidando que es esta última fase la que constata, reafirma y consolida los desarrollos anteriores. Y lo más importante aún, o por lo menos lo que para mí es más valioso e incorporo en mi proceso creativo, son los errores y accidentes que surgen en esas fases de materialización: errores de cálculo, comportamiento de materiales, reacciones inesperadas, dimensionamiento, etc. Y es precisamente en ese territorio de fisuras impredecibles donde surge la verdadera avanzadilla de la investigación.

Las fuentes del conocimiento son inabarcables y los caminos de acceso generalmente funcionan como departamentos estancos. Cualquier estructura organizativa dúctil (matemática, constructiva, biológica, social, etc.) debería estar formada por equipos de personas que, aun manteniendo criterios basados en su propia formación y definidos por unos rasgos característicos (ciencia, arte, industria,…), conformen con sus decisiones o acciones individuales una deriva del conjunto o sociedad a la que pertenecen, pudiendo provocar resultados imprevisibles a problemas complejos.

En otro orden de cosas, hace aproximadamente dos años Enrique Rey publicaba un artículo en El País titulado La importancia (y el valor) de los objetos: cómo el materialismo puede salvarnos del consumismo. En dicho artículo, Rey ya nos avanzaba que “desgraciadamente, las ideas gozan de más prestigio intelectual cuanto más se alejan de lo tangible, y esta es una confusión tan frecuente y antigua que la palabra ‘materialista’ también se usa como sinónimo de frívolo, avaro o irresponsable. Y que el desarraigo, tal y como lo alertaba la filósofa Simone Weil, no solo tiene que ver con las carencias materiales, sino también con la falta de vínculos emocionales con los objetos que se poseen”.

Los objetos de los que nos rodeamos son el fiel reflejo de nuestras inquietudes, intereses e historia, y la belleza que nos transmiten son parte inseparable de nuestros intereses y bagaje personal.

Al igual que para elaborar un buen vino hay una serie de acciones parametrizables que desde un punto de vista técnico pueden definir su calidad, también hay una serie de valores que son culturales. Pensar en un paisaje y en un clima concretos, en una arquitectura singular diseñada expresamente para cada proceso, en unos oficios específicos con conocimientos adquiridos y mejorados durante siglos, en un vínculo con el lugar y en las personas que lo elaboran. El hecho de oler y saborear ese vino como resultado final de todo ese conocimiento puesto en escena lo convierte en un conector cultural y emocional que amplifica la experiencia.

¿Qué nos hace pensar que en otros muchos procesos industriales, desconocidos para la mayoría, no podrían surgir los mismos intereses y sensibilidades?

Estoy convencido de que, a miles de personas que pasaron su vida laboral en pequeños y oscuros talleres, rodeadas de un ruido ensordecedor, trabajando en la mecanización de engranajes o piezas de gran complejidad, nadie tuvo la delicadeza de acercarse y decirles que esa pieza, concebida por la maestría de un ingeniero y fabricada gracias a su destreza, conocimiento e implicación, fue crucial para que un barco pudiera navegar. Desde su pequeño taller, nunca se les hizo partícipes del impacto de su contribución. Y lo más importante, sin embargo, es que no se les permitió soñar con la suave brisa marina acariciando su rostro mientras contemplaban el horizonte desde el puesto de mando.

Resulta sorprendente que una sociedad avanzada y eminentemente industrial como la nuestra no haya conseguido desarrollar e inculcar una cultura del trabajo (en el más amplio y bello sentido de la palabra), fortaleciendo los valores y el sentimiento de pertenencia a actividades que han sido pioneras y fundamentales para el desarrollo de nuestra sociedad actual. Salvaguardar dicho patrimonio es una responsabilidad colectiva que trasciende a lo meramente mercantil, hablamos de un patrimonio social y cultural que debería incidir de una manera natural desde los centros de trabajo hasta nuestro hogar.

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